JACQUES LACAN Y EL DEBATE POSMODERNO

Jorge Alem‡n

SOBRE PULSION Y DINERO

La pulsi—n es la huella que el lenguaje deposita en el ser vivo. Es la parte maldita que arruina cualquier necesidad, su satisfacci—n es parad—jica, repetitiva y siempre en el l’mite del equilibrio que corresponde al placer. La pulsi—n se satisface en el gasto inœtil, en el derroche, pero tambiŽn en la restricci—n extrema, en el control exasperado, en la Áinsatisfacci—n quejosa de pretender contabilizar «lo incalculable», en el dolor secreta e involuntar’amente amen te programado. Freud llama inconsciente a una amalgama inŽdita entre el campo del sentido y la estructura libidinal; su resultado es la pulsi—n, esa fuerza acŽfala y sin sentido que hace al limite y a la constituci—n del sujeto. Cuando la pulsi—n golpea, cuando su escritura se despliega en el cuerpo, lo posible e imposible ingresan en un nuevo orden para el sujeto. Siempre a destiempo, demasiado tarde o temprano, nunca bien preparado para acogerla, sobrepasado, «el que en cada caso soy» se temporaliza en la imposibilidad de adaptarse a la pulsi—n. Sin embargo lo que se llama adaptaci—n al medio es siempre una negociaci—n fallida con las exigencias de la pulsi—n.

Lo que dio lugar a los diversos embrollos freudomarxistas, que ahora a travŽs de sus relatos ayudan a pintar tina Žpoca, es que sin embargo, Marx hab’a presentido el factum de la pulsi—n. Tal vez por un tiempo no convenga reeditar el malentendido freudomarxista. De ese modo quiz‡s se pueda volver a escuchar a Freud y a Marx en su significaci—n soberana. Pero lo cierto es que en esa selva de malentendidos el presentimiento marxista de la pulsi—n tomaba forma.

Marx, adem‡s de establecer a travŽs de su Econom’a Pol’tica el rasgo definitivo de la ontolog’a moderna mostrando que «lo que hay», lo que comparece, lo hace en tanto Mercanc’a, intent— hacernos sentir a travŽs de la l—gica del Capital que desplegaba la fuerza y el alcance de un desencadenamiento inŽdito. Algo que entraba en el mundo y establec’a una ruptura definitiva con las empresas humanas anteriores.

Mientras el Amo antiguo intentaba encuadrar, rectificar, distribuir, encausar el ‡mbito de satisfacci—n de la pulsi—n, estableciendo barreras, ‡mbitos sagrados, objetos inviolables, ’dolos que resguardan su secreto, el Amo capitalista introduce, tal como Marx define al dinero, tina «medida sin medida». Una circulaci—n a travŽs de la «enorme acumulaci—n de mercanc’as» que inunda e impregna las cosas, los œtiles, las obras de arte, hasta inscribirlas en su trama. El CapÁtal altera la realidad sin ya poder volver a saber cual ser‡ su punto de cesaci—n o clausura. De quŽ modo concebir su Fin o salida es tan dificil como f‡cil es proclamar de distintos lugares de la pol’tica actual su supuesta y «bienintencionada», regulaci—n.

Marx, en la formalizaci—n de su obra, y a travŽs de ella, es atravesado por la epifan’a de un desencadenamiento, esa que indica en la presencia del Capital la existencia de una voluntad de satisfacci—n inŽdita, una copertenencia de c‡lculo y pulsi—n, que permite concebir que la renuncia a la satisfacci—n pulsional que toda comunidad exige se transmuta en un «plus de gozar» para cada uno, que incluso se refleja como una fantasmagor’a, como un secreto que Álumina desde dentro el coraz—n de la mercanc’a. Ese plus, que antes se encauzaba a travŽs de tradiciones, ritos, folklores, fiestas, ahora y cada d’a m‡s se va depositando en la manera en que las mercanc’as comercian entre ellas sin que el hombre ya nunca m‡s pueda reconocer el producto de su trabajo. En este punto Marx hubiera podido conversar con Freud. [Hubiera podido... dejo leer en quien quiera la ventura de un anhelo].

No emprenderemos aqu’ el milŽsimo intento de articular Marx con Freud en un sistema coherente y formal. Marx hubiera conversado con Freud sobre el modo en que una comunidad nunca es s—lo el resultado del consenso entre voluntades, sino, en primer lugar, la expropiaci—n de una parte de s’ misma que luego retornar‡ como un plus, una plusval’a de satisfacci—n m‡s all‡ del placer y su c‡lculo, contaminando de forma irreductible los pactos simb—licos. En cualquier caso, este presentimiento de Marx sobre el modo en que la pulsi—n encuentra un nuevo ‡mbito hist—rico de acogida, se hace sentir en sus evocaciones shakespeareanas que, tal como ya algunos han se–alado, no deben ser entendidas como meras contingencias ret—ricas. Recordemos el gusto de Marx por el poema «Tim—n de Atenas», donde Shakespeare anticipa, de un modo inigualable, la potencia del desencadenamiento, aquello que el mismo Marx no dudaba, cuando del dinero se trata, en nombrar como «fuerza divina».

En el poema, el dinero aparece como capaz de dar un puesto en el Senado, (le atar y desalar religiones, de bendecir a los malditos, honrar a los ladrones, meter ciza–a entre padres hijos y naciones, el Dinero, ese «novio eternamente joven, fresco, tierno y adorado» que, como una «deidad invisible, une imposibles».

He aqu’ una captaci—n del Capitalismo presentada por Marx, a travŽs de Shakespeare, que casi desborda los cuadros de su propia Econom’a Pol’tica. El Capitalismo tiende a rechazar y destruir lo imposible. El capitalismo ser’a el intento en la historia del ser de destruir la imposibilidad y la distancia, la diferencia entre movimiento de la pulsi—n y la «Cosa» de su satisfacci—n.

El capitalismo rechaza lo imposible..., estar’amos a un paso de afirmar que entonces destruye toda forma de don si entendemos por don precisamente lo que encarna lo imposible. El don «da nada», no puede, ser devuelto, no establece con respecto a el reciprocidad alguna, no guarda ninguna proporci—n con el intercambio de bienes, excluye toda posibilidad simŽtrica de un sujeto dando objetos a otro sujeto. El don, igual que el amor, «da lo que no se t’ene». Que el capitalismo en su progresi—n hist—rica sea un rechazo del don (y del amor) es algo que desde distintos lugares es evaluado en sus consecuencias.

En cualquier caso, nos hemos demorado aqu’ en ese presentimiento marxista que permite escuchar en su mensaje te—rico el eco de la pulsi—n en el objeto estructurado corno una mercanc’a. Sin embargo, Marx no necesitaba de este presentimiento para proponer el advenimiento del socialismo cient’fico, m‡s bien le resultaba un estorbo. La pulsi—n, en su car‡cter repetitivo reœne de un solo golpe a lo anacr—nico y lo intempestivo, a la luz de la palabra y a la sombra del goce, a lo viejo y lo nuevo, de un solo golpe en un mismo trazo, y no se presta al relato ilustrado del Progreso. La pulsi—n es lo exterior e ’ntimo que alimenta en cada uno la verdad de lo «impol’tico». Cualquier nueva Pol’tica de emancipaci—n, debe contar con que lo que le otorga a la religi—n de cada uno su asentamiento neur—tico, a saber, el modo en que la pulsi—n se disimula en las coartadas y justificaciones del sujeto. Por ello, la idea marxista de «la satisfacci—n de las necesidades materiales», idea un tanto utilitaria, no permite dar cuenta de aquellas figuras en las que el-mismo Marx se detiene («la avidez del dinero», la «avaricia»), nÁ de aquello que va a conformar a la subjetividad en la Žpoca de las «aguas heladas del ego’smo».

En este aspecto, Freud supo encontrar algo m‡s que avaros y sedientos de dinero. TambiŽn encontr— al que no soporta el dinero y se empobrece una y otra vez para garantizar su estar en deuda indeclinable, al que siente que tienen que pagar los dem‡s el haber sido arrojado a este mundo, al que nunca m‡s podr‡ separar el don, el regalo, los excrementos, al que se siente para siempre amenazado por una cuenta que le van a pedir, por una impostura que van a descubrir, al que s—lo se identifica con lo excluido, o con lo que est‡ fuera, al que siente que una injusticia fundamental fue lo que dio lugar a su vida, a quien no ha sido jam‡s reconocido en su verdadera esencia y paga por ello, quien siente que ha sido v’ctima de un fraude que Žl mismo sostuvo con todas sus fuerzas y pide que renueven su crŽdito, quien reivindica la fuerza de una falta m‡s all‡ de toda justicia distributiva, quien est‡ dispuesto a «nadificarse» para, por fin, introducir un hueco en el campo saturado de las mercanc’as en las sociedades de consumo.

En todas estas vi–etas freudianas, el plus de la pulsi—n obliga a la relaci—n del sujeto consigo mismo a quebrarse y mostrarse como hija Le una fractura inicial que s—lo tiene en el s’ntoma su cifra Adem‡s de aliviar al s’ntoma, acallarlo, domesticarlo, e incluso suprimirlo como ahora quieren los laboratorios, Àquerr‡ el ser parlante saber algo m‡s sobre el precio que all’ se paga? ÀEstar‡ dispuesto cualquiera que hable, a llevar al decir lo que ese s’ntoma ha condensado en un jerogl’fico de inscripciones pulsionales? La experiencia del psicoan‡lisis no requiere ni al artista ni al que «sabe decir bien», sino a cualquiera que estŽ dispuesto a saber, hasta donde pueda, sobre las consecuencias que hablar y, por tanto, callar, tienen para su vida.

Se suele objetar que la presencia ineludible del dinero en la experiencia anal’tica realiza una criba fundamental para el acceso de este «cualquiera que habla». M‡s all‡ de los argumentos que vuelven imprescindible la presencia real del dinero en una experiencia que pretende llegar a travŽs de la palabra al l’mite que la extingue sobre el vac’o (y que por tanto exige la comparecencia del don, el exceso y la pŽrdida), es necesario hacer constar que el dinero de la sesi—n no puede, no debe obedecer a ningœn est‡ndar profesional del mercado. Debe suceder cada vez, uno por uno, en su m‡s radical contingencia y donde por supuesto haya lugar para que la cifra pueda ser siempre absurda, tanto como lo es pagar por el propio trabajo del inconsciente. De este modo, la experiencia del inconsciente puede poner en juego en cualquiera que sea hablante, aquello que se suele encomendar al poeta o al artista: cambiar el modo de habitar la lengua.

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